jueves, 15 de septiembre de 2011

Tunupa

¡Vaya, pues! el meollo de todo se basa en la incertidumbre y en la aleatoriedad. La  realidad sólida, como un marmóreo terrón de azúcar, implosionó como una ilusión: información y solo información sobre todo lo demás ¿acaso alguna vez tuvo consistencia?
Platón se quedó corto, quizá un Berkeley sin Dios es lo que habitamos. El baile cuántico nos libera, ¡qué libertad para hombres y mujeres tan pequeños! ¡Saldremos volando como cometas de niños andinos!
Y sin embargo necesitamos montañas, matrices que nos den el sosiego ilusorio de una hamaca espiritual, un abrazo tierno.
Recuerdo las montañas franco-suizas de mi infancia, de un enorme azul ocupando el cielo. Lo relaciono con un cuadro importante en mi vida, una tela grande que pinté en las madrugadas del verano de 1994, La Montaña Mágica. Creo que fue el único cuadro que me dio de comer durante unos meses. Pero también llegar a pintarlo, terminarlo y sacarlo a la luz, supuso una caída en el vacío y una larga hambruna. Como si toda ascensión estuviese entrelazada con un descenso fatal. Como la vida respecto a la muerte, el amor y el desamor, el éxito y el fracaso.
En la ascensión del volcán Tunupa, en el desierto-salar de Uyuni de Bolivia, hace un mes, alcanzados ya los 5.000 metros de altura, me detuve justo antes de llegar al abismo del cráter. El oxígeno era suficiente, pero había demasiado peligro para continuar subiendo sin más medios que botas y manos. Me lo imagino sublime, terror y maravilla de nieves y lava rojiza. Detenerse antes de alcanzar una meta gigante tiene mucho de amargura, pero  también mucho se sensatez, humildad y quizá supone aceptar la verdadera naturaleza de nuestro sino.
Como en el amor, en la vida no se trata de devorar cráteres sino de lamer laderas.

Para ilustrarlo baste la referencia al cuento de A. C. Clarke sobre los monjes tibetanos y la IBM que encuentro una vez más y en varios lugares en Baudrillard:
“(...) Perfeccionar el mundo equivale a concluirlo, a realizarlo, y, por tanto, a encontrarle una solución final. Pienso en esa parábola sobre los monjes del Tibet que, desde hace siglos, descifran todos los nombres de Dios, los nueve mil millones de nombres de Dios.
Un día, llaman al personal de la IBM, que llega con sus ordenadores, y en un mes acaban con toda la tarea. Ahora bien, la profecía de los monjes decía que, una vez concluido este cotejo de los nombres de Dios, el mundo llegaría a su fin.
Evidentemente, los de la IBM no lo creen, pero, cuando descienden de la montaña, con su inventario terminado, ven cómo las estrellas del firmamento se van apagando una tras otra."


 
Tunupa, 2011



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