domingo, 11 de diciembre de 2011

La Danza de la Muerte


En el año 1371 cuando Dédalo cumplió 40 años decidió adentrarse en el bosque para encontrar el justo ecuador de su vida.

Allí encontró a la Muerte, en forma de tres figuras esqueléticas, con las que jugó, ilusionado, dolorosa y tramposamente, a las cartas.
Aquella danza se prolongó durante semanas.

En el siglo XIV la presencia de la Muerte era común (fuese por la peste negra, las guerras o las ejecuciones) y durante los siglos siguientes florecieron representaciones más o menos populares: frescos, poemas, grabados, esculturas, leyendas, músicas, tapices y danzas en torno a ella.

La Muerte danzaba como hoy lo hacen los Estados con los Mercados, en el cuadro de un destino fatal. En el Medioevo tardío quizá hubiese sido natural representar a los líderes políticos europeos, como Sarkozy, Merkel o Cameron, bailando con cadáveres putrefactos, como un modo, quién sabe, de exorcizar el exceso grotesco de pulsión de muerte sobre la vida. Imagino que se trataría de recrear, en cierta medida, la gran fiesta de la muerte que convierte a las gentes en títeres en un siniestro callejón sin salida.

Durante aquellas semanas, serpenteante, Dédalo sintió que mudaba la piel, que abandonaba el viejo caparazón de artrópodo para adoptar vestidos blandos. En aquellos días decisivos su cuerpo perdía, como los niños en sus primeros pasos, el equilibrio. Sentía su pecho latir extrañamente, como si su nuevo corazón no le perteneciese. Vivía la realidad extraña, como un cuadro de Munch sobre un puente levantado hacia lo nuevo.

Todo lo terrible, como todo lo feliz, alcanza su fin. Toda danza tiene su final: Dédalo sonrió a Cloto, pareció sonreírle Láquesis y Átropos, finalmente, concedió tregua.


 Encuentro de los tres vivos y los tres muertos