jueves, 13 de octubre de 2011

Por Fin Tengo Estudio

16 años después de dejar mi espacio en Bellas Artes, un lugar de aprendizaje fallido desde la institución, pero rico como espacio para compartir miradas y experiencias creativas, vuelvo a tener estudio.

En mi infancia, mi primer contacto con la idea de “estudio de artista” fue a partir del mito, del cual me alimenté en los gordos libros de arte de mi padre. El mito del artista con estudio, fuese en una buhardilla parisina de 1900 o el iluminado y amplio estudio del artista de éxito, pongamos que hablo de Matisse.
Inversamente, recuerdo, debía tener unos 12 años, ayudar a mi padre, los sábados por la mañana, en los trabajos de albañilería en su primer estudio, un entresuelo con ecos de tramontana. En aquel espacio nunca dibujé un triste papel, ni recuerdo haber visto nunca a mi padre pintar. Para mí fue un espacio frío, cerrado, desangelado, dirección norte, totalmente ajeno a mí.
En la adolescencia mi habitación cerrada se convirtió en mi fábrica-burbuja de sueños, mi lanzadera para la evasión, tan necesaria durante aquellos años.
Algo más tarde, rozando los 18 años, mi burbuja creció hasta convertirse en mi primer piso. Un espacio vacío, sin muebles, de enormes paredes y ventanales, en el barrio de Gràcia de Barcelona, donde pintaba enormes telas con destino a las asignaturas de mi primer año de carrera.
Y de allí, casi simultáneamente, al espacio de pintura de Bellas Artes, donde combinaba en zig-zag el pintar con las clases de Filosofía.
Después, más allá de 1994, ya no más, mi piso se convirtió en mi estudio, pero también en mi prisión. Hasta el presente.
Un estudio compartido permite recuperar la mirada del otro y además uno se halla ante sí mismo, ante su propio trabajo, en un espacio y en un tiempo determinado, sin distracciones, sin la tentación de pasar a hacer otra cosa por cansancio o frustración. Un estudio multiplica el trabajo y lo dignifica; dignificando además la propia vivienda, convirtiéndola, ya empezaría a ser hora, en un hogar.
Estudio en L'Hospitalet, 2011

martes, 11 de octubre de 2011

Inocentes

Este sábado viendo The Innocents (J. Clayton, 1961) aprendí que una excesiva búsqueda de la verdad, una necesidad incontenible de “iluminar” lo oculto a toda costa, rebasando límites, sin rendirse, sin retirarse a tiempo, puede tener un desenlace más fatal, destructor o mortífero aún que, simplemente, no hacer nada.
Uno debe aceptar sus límites y no luchar contra la oscuridad, como el más estúpido de los héroes.
En estos días encuentro también en Baudrillard invirtiendo/pervirtiendo a Hölderlin: “Allí donde crece lo que salva, crece también el peligro” (Das wo Rettende wächst, wächst die Gefahr auch).
¿Cómo renunciar a “salvar” lo que se ama? Más allá del egoísmo o el amor desinteresado, más allá del narcicismo de cada cual, quizá asumiendo que la mano de uno no salva, sino todo lo contrario.

The Innocents

sábado, 1 de octubre de 2011

Fantasía Infantil (en clave)

Algo que me fascina. En la película de Tomas Alfredson  Déjame Entrar” (Let the Right One In (Swedish: Låt den rätte komma in)) el niño Oskar es protegido (amado) por el monstruo Eli hasta sus últimas consecuencias.

 

Eli vs. Caballo Loco, 2011