No hay mayor ciego que el que no quiere ver.
Esta frase tiene validez en el momento de llamar “mercenario gadafista” a una persona calcinada en una carretera o a la incapacidad de ver lo extraordinario en las pequeñas cosas de la vida cotidiana.
Uno se va enredando, con los años, en una red cada vez más tupida, rígida, áspera y aparentemente sólida, que le impide ver que a un palmo de su burbuja hueca y cargada hay un suelo fértil.
Esta mañana, al despertar, el tráfico de la gran ciudad ha parado, el suelo sonoro de decenas de vencejos me han recordado, durante un par de minutos, el cielo que se me niega cada día.
El amor a él/ella no está en las aventuras extraordinarias en los Andes, ni en los enamoramientos extraordinarios, fantásticos y tóxicos, sino en el compartido reflejo constante y tibio de la luz de abril sobre los párpados de él/ella.
El tiempo se acorta entre espasmos estresados. Como drogados animales de granja, muchos envejecemos, enfermamos y morimos; cuando, en realidad, pese a que la vida es breve, deberíamos vivir los días más largos, inacabables, incansables, como los niños.
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