En mi infancia, mi primer contacto con la idea de “estudio de artista” fue a partir del mito, del cual me alimenté en los gordos libros de arte de mi padre. El mito del artista con estudio, fuese en una buhardilla parisina de 1900 o el iluminado y amplio estudio del artista de éxito, pongamos que hablo de Matisse.
Inversamente, recuerdo, debía tener unos 12 años, ayudar a mi padre, los sábados por la mañana, en los trabajos de albañilería en su primer estudio, un entresuelo con ecos de tramontana. En aquel espacio nunca dibujé un triste papel, ni recuerdo haber visto nunca a mi padre pintar. Para mí fue un espacio frío, cerrado, desangelado, dirección norte, totalmente ajeno a mí.
En la adolescencia mi habitación cerrada se convirtió en mi fábrica-burbuja de sueños, mi lanzadera para la evasión, tan necesaria durante aquellos años.
Algo más tarde, rozando los 18 años, mi burbuja creció hasta convertirse en mi primer piso. Un espacio vacío, sin muebles, de enormes paredes y ventanales, en el barrio de Gràcia de Barcelona, donde pintaba enormes telas con destino a las asignaturas de mi primer año de carrera.
Y de allí, casi simultáneamente, al espacio de pintura de Bellas Artes, donde combinaba en zig-zag el pintar con las clases de Filosofía.
Después, más allá de 1994, ya no más, mi piso se convirtió en mi estudio, pero también en mi prisión. Hasta el presente.
Un estudio compartido permite recuperar la mirada del otro y además uno se halla ante sí mismo, ante su propio trabajo, en un espacio y en un tiempo determinado, sin distracciones, sin la tentación de pasar a hacer otra cosa por cansancio o frustración. Un estudio multiplica el trabajo y lo dignifica; dignificando además la propia vivienda, convirtiéndola, ya empezaría a ser hora, en un hogar.
Estudio en L'Hospitalet, 2011 |
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