jueves, 22 de septiembre de 2011

Oquedad

Siempre me ha sorprendido y en especial, de forma más consciente y reveladora, durante estos últimos diez años, el difícil encaje entre las palabras y las acciones.
Sea en el amor, en la amistad, en la economía, en la política...
La inconsistencia de unas y otras, su desencaje fatal, su falta de correspondencia que nos convierte en seres lamentables, duplicados y fallidos. Sociedades enfermas, personajes sin fondo, sin más esencia que su ego hinchado de nada.
He conocido hombres, mujeres, sociedades “felices” o “infelices”, “exitosas” o “mediocres”, “frívolas o profundas”, “conscientes o inconscientes”, da igual, a galope de ese flujo, desde un discurso hueco y desde el aspaviento de las acciones. Importa poco desde dónde justificasen su charlatanería: Desde la experiencia de la vida en la calle, del “haber vivido mucho, intensamente”, desde el mundo laboral del “haber trabajado mucho, profesionalmente”, desde los más espesos libros, del  “haber leído mucho, profundamente”.
Me hiere pensar en el valor mínimo o perverso de las palabras. Su uso fraudulento; su manipulación, su uso en la adulación para el propio beneficio, placer o evasión.
Y, finalmente, lo que más me ha aterrado es ver como esa narrativa basada en la mascarada, falsa racionalidad, deshuesado de corazón, atraía a espectadores de toda condición, incondicionales, entregados, almas esperanzadas, ávidas o ingenuas. Cómo se iban enredando, durante meses o años, vidas enteras; como se iban encadenando, mermando y sucumbiendo como víctimas de auténticos vampiros.
Es en ese sentido que mis obras, sobre todo en estos últimos meses, están repletas de vampiros, máscaras huecas o demonios aspaventosos. Como si se tratase de un exorcismo del horror y del sinsentido.


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